El presidente Vladímir Putin piensa recuperar la influencia de Moscú en el mundo poniendo de manifiesto todo el recurso disponible en sus manos.
El presidente Vladímir Putin piensa que «la desintegración de la URSS fue una catástrofe» y en los 15 años que lleva en el poder no ha hecho otra cosa sino tratar de recuperar la influencia perdida por Moscú tras el derrumbamiento del régimen comunista. Le obsesiona esta idea y lucha por imponerla a nivel mundial. La actual guerra en el este de Ucrania forma parte de ese pulso que mantiene con Occidente para forzar un nuevo pacto de Yalta, un nuevo reparto del planeta.
El politólogo ruso, Stanislav Belkovski, cree que Putin «está convencido de que le ganará la partida a Estados Unidos». Según su opinión, «con la guerra en el este de Ucrania trata de propiciar una negociación con Washington para delimitar las zonas de influencia de cada uno».
A juicio del jefe del Kremlin, no ha sido Rusia la primera en violar los acuerdos sobre los que se sustentaba el orden internacional surgido tras la II Guerra Mundial. En sendos discursos pronunciados, en Múnich, en febrero de 2007, y el pasado octubre en el foro de Valdái organizado en Sochi, Putin acusó a los americanos y a sus aliados de intervenir en Irak sin motivos y sin mandato de la ONU, de arrancar Kosovo a Serbia, de aproximar la OTAN a las fronteras de Rusia, de instigar las primaveras árabes y de irrumpir en el patio de trasero de Rusia. Primero en Georgia y después en Ucrania.
El primer mandatario ruso no se cansa de repetir que la revuelta popular ucraniana del Maidán se teledirigió desde Estados Unidos y la Unión Europea y que la anexión de Crimea y la sublevación separatista en Lugansk y Donetsk fueron las consecuencias de tal injerencia. De ahí que Moscú exija acabar con estas prácticas en lo que considera sus «zonas de influencia», sobre todo Ucrania, origen del Estado ruso. Insta para ello a negociar un «nuevo orden mundial». De lo contrario, amenaza con una guerra global con empleo de armas nucleares.
Paladín del «mundo ruso»
En el libro editado en 2000 «En primera persona-Conversaciones con Vladímir Putin», éste cuenta a los tres autores de la publicación que tomó la decisión de ingresar en el KGB (los servicios secretos soviéticos) porque «me resultaba sorprendente que una sola persona pudiera conseguir lo que no estaba al alcance de un ejército entero. Un espía podía resolver el destino de miles de personas. Así al menos lo entendía yo», lo qué significaba trabajar para los servicios de inteligencia.
Años después, convertido ya en el presidente, Putin parece seguirse creyendo capaz de influir de forma decisiva en la vida de pueblos enteros, el suyo propio, los países vecinos y hasta puede que el mundo entero. «Se ve con la misión ineludible de salvar a Rusia. Recuerda todo el tiempo hechos históricos y busca su lugar entre los dirigentes que salvaron el país de las amenazas exteriores», señala María Lipman, antigua experta del Centro Carnegie de Moscú. «Putin es Rusia, Rusia es Putin. Si no hay Putin, no hay Rusia», pronunció en el foro de Valdái el «número dos» de la administración del Kremlin, Viacheslav Volodin.
El actual presidente ruso se contempla como heredero de Iván el Terrible, Pedro I el Grande, Alejandro III y Iósif Stalin, despóticos y crueles autócratas que, no obstante, lograron nuevas cotas de esplendor para Rusia. Tal vez por eso, Putin desprecia la democracia y no concibe que puedan existir adversarios políticos que critiquen su labor.
Su ideología es el nacionalismo, se considera el paladín del «mundo ruso», concepto acuñado tras la anexión de Crimea que se extiende a todos aquellos que hablan la lengua de Pushkin y miran hacia Moscú, aunque no sean étnicamente rusos.
Su conservadurismo tiene recetas también para Occidente, al que considera moralmente más débil que Rusia, más acomodaticio e incapaz de sacrificarse por ideales nobles.
Alexánder Projánov, uno de los ideólogos del régimen, estima que «la decadente Europa se ahogará en su plácido bienestar». El máximo dirigente ruso, instigador de una potente cruzada contra los homosexuales, recrimina a Occidente por haber destruido «los valores tradicionales». Paradójicamente, Putin tiene entre sus admiradores a gran parte de la militancia de formaciones izquierdistas como Syriza o Podemos.
Al igual que en la Unión Soviética, el militarismo, sobre todo ahora que miles de rusos luchan en el este de Ucrania, es otra de las señas de identidad del régimen de Putin. Un anuncio publicitario llamando a los jóvenes rusos a alistarse en las Fuerzas Armadas asevera: «sin enemigo no hay combate, sin combate no hay victoria».
Sin embargo, pese a su enorme popularidad (la última encuesta habla de un apoyo del 88%), el presidente ruso está acorralado por las sanciones y con la economía al borde del abismo. El periodista ruso, Ígor Yakovenko, opina que una de las razones, según él, de «la llegada del fascismo a Rusia» es «el pánico cerval que sienten en el Kremlin ante la posibilidad de perder el poder». La prestigiosa politóloga, Lilia Shevtsova, está convencida de que el sistema creado por Putin «ha empezado a desmoronarse». Según sus palabras, «están perdiendo el control de la situación». «La muerte de Nemtsov ha puesto al descubierto el nivel de descomposición del Estado» ruso, concluye Shevtsova.